Los conflictos, ayer y ahora

José De Echave C.

Hace un par de meses estábamos inmersos en el conflicto Las Bambas y ahora ya estamos entrando a un nuevo capítulo: el conflicto en torno al proyecto Tía María, que ya tuvo dos estallidos sociales previos, el año 2011 y el 2014.

Lo cierto es que cada vez que entramos a un contexto en que un conflicto social está por estallar o ya estalló, súbitamente tendemos a perder la memoria y algunos apuestan a que la gente se olvide del pasado reciente y no tan reciente. Los “expertos en conflictos” olvidan, por ejemplo, de lo que hicieron cuando tuvieron la responsabilidad de enfrentarlos desde un cargo gubernamental o, lo que dijeron, escribieron y analizaron en determinados momentos.

También se alude al recurso de la posverdad, que también les es muy útil para este tipo de situaciones. Algunos hasta se olvidan de para quién trabajan o prestan servicios profesionales y, aparecen en los grandes medios como analistas independientes, mientras en paralelo, sus consultoras, estudios de abogado, instituciones varias, etc., facturan para una empresa minera o un gremio empresarial.

Lo cierto es que a todos nos hace bien recordar y revisar lo que hicimos, dijimos y propusimos. Vamos a mirar algunas cifras y escenarios que ya vivimos.

La evolución de la conflictividad social

Para comenzar el ejercicio, no estaría demás revisar la data de la conflictividad social de los últimos años: en el siguiente gráfico, tomando como referencia la información de la Defensoría del Pueblo, hemos organizado la evolución de la conflictividad social por períodos presidenciales.

De este gráfico podemos sacar varias conclusiones. La primera es que entre el 2006 y 2010 -durante el segundo gobierno aprista-, se registró la cifra más alta de conflictividad social en el país. Además del alto número de conflictos, el otro indicador de ese período fue la intensidad de los mismos: fueron los años de los estallidos sociales de Combayo (Cajamarca), Río Blanco (Piura), “el baguazo” (Amazonas), Tía María (Arequipa), “el aymarazo” (Puno), entre varios otros, que paralizaron y polarizaron el país. Todos estos conflictos significaron semanas y hasta meses de mucha tensión social y lamentablemente una larga lista de personas fallecidas, heridas (pobladores y policías) y criminalizadas. Como lo hemos comprobado recientemente, el conmemorar los diez años del baguazo, muchas de estas heridas hasta ahora siguen abiertas.

Otro aspecto a tomar en cuenta es que, precisamente, en este período el país se benefició del denominado súper ciclo de precios de las materias primas, lo que permitió que la recaudación minera aumentase y como consecuencia, las transferencias a las regiones también se incrementaron, vía canon, regalías, etc. Sin embargo, los importantes recursos económicos que llegaron a las regiones, provincias y distritos, no impidieron que los conflictos escalasen en número e intensidad en todo el país. Claro que siempre se puede argumentar que los recursos transferidos no fueron bien utilizados en las regiones.

Es importante mencionar esto último porque en la actualidad se piensa que con propuestas como el canon comunal u otras, los conflictos en las zonas de influencia de la minería van a bajar casi de manera automática. Lo cierto es que la experiencia peruana y la de otros países, muestra que la realidad es bastante más compleja y que los conflictos vinculados a actividades extractivas, son multidimensionales; pueden ser económicos, sociales, culturales y por supuesto, ambientales.

En los siguientes períodos presidenciales, también se vivieron momentos de escaladas y descensos de la conflictividad social. El gobierno de Ollanta Humala también tuvo lo suyo con casos como Conga, Espinar, el segundo capítulo de Tía María, entre otros; nótese en el gráfico que en la segunda mitad del gobierno de Humala, los conflictos sociales volvieron a superar la barrera de los 200 por mes. Finalmente, el gobierno actual también ha pasado por varios episodios complicados en Las Bambas, Loreto, Bambamarca, un paro agrario, etc.  Sin embargo, es notorio que pasada la efervescencia del súper ciclo y la fuerte presión que por entonces hacían las empresas por sacar adelante sus proyectos de inversión, el número de conflictos nunca ha vuelto a alcanzar los niveles del período del segundo gobierno de Alan García.

Lo que no se puede decir es que el menor número de conflictos de algún período se deba al éxito de alguna política o estrategia en particular de parte de los gobiernos de turno. En general, la conflictividad social se ha seguido manejando con las mismas limitaciones desde el Estado y mucha improvisación, al margen de quién nos haya gobernado: una estrategia básicamente reactiva que se implementa cuando el conflicto ya escaló; una marcada debilidad institucional y una incapacidad del Estado peruano para actuar de manera multisectorial, además de una débil presencia en los territorios (baja densidad del Estado).

No estaría demás reconocer que, así como decimos que el Perú es el segundo país productor de cobre en el mundo y uno de los principales países productores de oro, plomo, zinc, plata, etc.; también debemos comenzar a tomar conciencia que nos hemos convertido en uno de los principales productores mundiales de conflictos sociales asociados a la minería.

Todo indica que el país se preparó para recibir los grandes flujos de inversión en minería, pero que en paralelo no se preparó de la misma manera para enfrentar los conflictos que esas inversiones comenzaron a provocar.  Esta sigue siendo una enorme tarea pendiente.

15 de julio de 2019

 

Compartir: