La movilidad sostenible nos lleva a la ruta para salir del extractivismo

Paul E. Maquet

En estos días se celebra a nivel internacional la Semana de la Movilidad Sostenible, y el lunes 22 es el Día Mundial Sin Auto. Muchas veces, estas fechas son tomadas de manera acrítica como simples momentos para promover la bicicleta, el ejercicio y la reducción de la contaminación del aire en las ciudades por parte de los vehículos automotores. Y, sin duda, se trata de todo eso. Pero, además de ello, la movilidad sostenible es una ruta clave para una transición justa y para construir una sociedad con menor demanda de materias primas y, por lo tanto, con menor presión extractiva sobre los territorios.

La movilidad sostenible no se refiere solo a la bicicleta, aunque por supuesto la incluye como medio de movilidad activa eficiente, con cero emisiones contaminantes y que demanda pocos materiales. Pero cuando hablamos de movilidad sostenible nos referimos a los vehículos y, sobre todo, a los sistemas de movilidad que apuntan hacia la sostenibilidad ambiental, social y económica. Para ello, la ecuación incluye un sistema de transporte público masivo digno, eficiente y bien articulado a todas las zonas de la ciudad; infraestructura apropiada, segura e interconectada para los vehículos de micromovilidad (bicicletas, pero también todos los vehículos de movilidad eléctrica ligera que están en auge); así como condiciones adecuadas y seguras para la caminata y la peatonalidad. Todos estos medios de movilidad permiten transportar a las personas con menor uso de energía, menor uso de materiales y mayor eficiencia en el uso del espacio físico de las ciudades.

El que no entra en esta ecuación es el uso indiscriminado del auto particular, que hoy en día es el principal actor de las pistas en las ciudades diseñadas bajo los patrones del siglo pasado. Es el vehículo más ineficiente de todos: ocupa demasiado espacio (en algunos casos casi 10 metros cuadrados) para llevar a pocas personas, siendo la principal causa del congestionamiento vial en las ciudades; usa un motor consumiendo energía para mover a pocas personas (en comparación al transporte público, que puede mover un centenar de personas usando un solo motor); y demanda demasiados materiales en su fabricación.

En el Perú, la principal causa de contaminación del aire y emisiones de CO2 en el sector transporte no son los buses ni los “colectivos informales”, sino el conjunto de vehículos automotores de escala individual, pues estos son el principal consumidor de combustibles. Las estadísticas muestran que los autos consumen un 14% del total de galones de combustibles derivados del petróleo vendidos en el país, los station wagon un 6%, las pick up un 20% y los vehículos menores un 23%: en total, estos vehículos consumen más de 60% de los combustibles vendidos. Toda esta demanda de combustible no solo contamina el aire en las ciudades y significa un costo económico para el país (que además subsidia el precio mediante el eufemísticamente denominado “Fondo de Estabilización de Precios de Combustibles”) sino que además implica una presión constante hacia los territorios en donde se encuentran los yacimientos u operaciones petroleras. Territorios, hay que decirlo, que ya han sido históricamente impactados por derrames de petróleo y otros problemas ambientales

Estos problemas no se resuelven mágicamente si migramos de vehículos automotores a vehículos eléctricos, como ahora se pretende hacer a escala global. Si bien es cierto que los eléctricos no queman combustible ni emiten gases contaminantes, también es cierto que por volumen se convierten en un factor del crecimiento de la demanda de materias primas, como el cobre y otros minerales. Por ejemplo, análisis de S&P muestran que el sector automotriz es el principal sector que lidera la demanda global de cobre proyectada para los próximos años en el marco de la transición energética. Y todo ello significa, igual que en el caso del petróleo, mayor presión hacia los territorios donde hay yacimientos de minerales, más proyectos mineros y más riesgos para el agua y el ambiente de las comunidades.

Cuando se habla de una transición energética justa y de una transformación social y ecológica que nos permita construir una sociedad post-extractivista, un desafío concreto es el de la movilidad urbana, que es uno de los mayores demandantes a nivel mundial de materiales y energía. Para construir un mundo sostenible y responder a los desafíos del cambio climático y la crisis ambiental, es urgente apostar por modelos de movilidad urbana menos intensivos en materia y energía, y allí la ruta pasa por más y mejores opciones de transporte público masivo, más y mejores condiciones para la movilidad activa y la micromovilidad, y una reducción progresiva de la dependencia del automóvil privado.

En ese sentido, la agenda en el Perú y en una ciudad como Lima es desafiante. Nuestras autoridades y nuestro sentido común siguen anclados en una visión del siglo pasado, invirtiendo millones en obras que priorizan el auto particular, como la Vía Expresa Sur, el Anillo Vial Periférico o la Vía Expresa Santa Rosa, entre otras, que además van a destruir miles de árboles de las pocas áreas verdes que tiene nuestra metrópolis (¡la de peor calidad de aire en la región!). La movilidad sostenible no puede quedarse en una fecha simbólica o en una bicicleteada: debiera llevar a repensar las prioridades de las autoridades y los presupuestos públicos.

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