La Informalidad que el Estado alimenta

Mientras trabajar al margen de la ley y en condiciones inadecuadas siga siendo rentable, nada cambiará. Quien obtiene ventajas ignorando normas y dañando el entorno no tiene motivo para detenerse. Solo un Estado firme y una sociedad que rechace con contundencia estas prácticas podrán modificar esta lógica perversa.
Sin embargo, la realidad es otra: una sociedad permisiva y un Estado que vacila, que establece plazos solo para incumplirlos una y otra vez. Este ciclo de anuncios y postergaciones envía un mensaje claro: la informalidad puede seguir operando sin consecuencias. La impunidad se ha convertido en el mejor aliado del minero informal, quien no busca formalizarse, sino perpetuar este limbo que confunde lo informal con lo ilegal.
Ante esta evidencia, surge la pregunta inevitable: ¿por qué el Estado claudica una y otra vez? La respuesta es tan cruda como obvia: los mineros informales han mutado en un grupo de presión con peso político real, capaz de torcer las decisiones del Estado a su favor.
Este poder adquirido los hace intocables. El Estado, lejos de imponer orden, cede. Pierde autoridad y control. Ampliar los plazos de formalización no es una estrategia; es una rendición. Es la evasión de su responsabilidad fundamental: hacer cumplir la ley.
Detrás de esto no hay solo falta de voluntad política; hay también una alarmante carencia de imaginación para resolver conflictos complejos. Cada postergación sin un plan concreto es oxígeno para un problema que no deja de crecer. La minería ilegal e informal hoy es más grande, más audaz y tiene más territorios bajo su control. Su poder se extiende, tejiendo vínculos con actividades delictivas.
El peligro es palpable: seguir sin una intervención estatal clara y decidida nos acerca a escenarios de ingobernabilidad. La pregunta urgente ya no es qué hacer, sino ¿tenemos la voluntad política para hacerlo? Para escapar de esta trampa, el primer paso indispensable es querer salir. Y hoy, ni siquiera eso parece un consenso.
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