¿Qué hacer? ¿Qué rumbo tomar?

El mundo se encuentra devastado y desconcertado. En un abrir y cerrar de ojos la pandemia del coronavirus ha mostrado la fragilidad de un desarrollo que se centró principalmente en la generación de riqueza y su acumulación en manos de unos pocos. ¿Dónde está ese aparente bienestar que se expresaba en un consumismo exacerbado?

Hoy vemos que lo elemental  para millones de seres humanos  está en riesgo: la vida, la salud, la seguridad alimentaria, como nunca antes había ocurrido. Nada puede hacer el mercado. El activar circuitos de intercambio, en estos momentos, supone un grave riesgo.

Ante el desastre hemos vuelto los ojos al Estado para que él resuelva desde una institucionalidad con problemas, y con pocos recursos. Ahora sentimos el costo de haber dejado que la búsqueda del bienestar común (la política) haya sido desplazada por un individualismo que ahora nada puede hacer.

En estos momentos vivimos dilemas elementales. Los recursos del Estado son escasos. ¿Qué se salva? ¿Cuál es la prioridad? Evidentemente, la vida, la salud pública, el asegurar que cada hogar tenga alimentos. Frente a ello hay quienes buscan el salvataje de sus negocios.

La gestión de la emergencia más allá de las grandes ciudades,  ha hecho notar los límites que tiene un Estado centralizado que responde principalmente a realidades urbanas y que se apoya poco o nada en las fuerzas sociales organizadas.

Es necesario que se piense la respuesta a la emergencia y la salida a la crisis,  activando las fuerzas organizadas  y redes de solidaridad de la propia sociedad: iglesias, rondas campesinas y urbanas, comunidades campesinas y nativas, gobiernos indígenas autónomos, clubes de madres, asociaciones de productores, sindicatos, organismo no gubernamentales, etc. Sin ellas, no hay manera de resistir. El Estado no podrá solo.

Es necesario también que las estrategias implementadas se evalúen desde los espacios rurales para afinarlas y darles un mayor nivel de eficacia.  En esos espacios, hay que identificar dónde están los riesgos, recordemos que son poblaciones dispersas, en amplios territorios. ¿Qué deben saber y hacer esas poblaciones? ¿Cómo evitamos que el virus llegue a aquellos lugares en los que el  servicio de salud es casi inexistente y cómo garantizamos la resistencia de esas poblaciones? ¿Cómo logramos que la producción alimentaria y su distribución no pare sin que eso suponga la expansión del virus?

En estos momentos vemos la importancia que tienen los pequeños agricultores para acceder a alimentos. Esos agricultores que por décadas no han contado con el apoyo del Estado ya que las políticas públicas han estado principalmente orientadas a la agricultura de exportación.  Igualmente, adquiere relevancia la pesca artesanal, aquella que pone sus productos en nuestra mesa y que siempre ha sido amenazada por grandes poderes que depredan el mar y que no admiten límites. Es necesario, no solo pensar en estos sectores por la crisis alimentaria que se avecina sino también porque ellos tienen un rol decisivo en el escenario de cambio climático y deterioro ambiental.

Estamos convencidos que enfrentar la emergencia y la crisis global implica una reconversión del Estado y la sociedad que debe realizarse sobre la marcha; es la única forma para asegurar que millones de personas tengan futuro. El manejo de la crisis y la salida a la misma debe ser preservando derechos y no pisoteándolos, como algunos pretenden. Preservando derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. Por lo tanto, la reactivación no puede ser al viejo estilo y en función de los intereses de los grupos de poder. La reactivación también tendrá que ser ecológica.

Sin discusión, la prioridad de hoy es enfrentar y superar esta enorme crisis de salud pública, pero sin perder de vista los otros males crónicos que están en agenda desde hace tiempo. Como decía un mensaje difundido estas últimas semanas, “no podemos regresar a la normalidad porque la normalidad era (es) el problema”.

17 de abril de 2020

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